24 horas con uno de los jóvenes de 15 años
que triunfa en Pisa
¿Por
qué lo habitual en Finlandia es que un adolescente normalito termine Secundaria
con notas excelentes, hablando un perfecto inglés y leyendo un libro a la semana,
y aquí muy pocos consigan algo remotamente parecido? Hemos viajado al país
mejor clasificado por el informe Pisa para averiguarlo.
Les presento a Saili Sipilä. Tiene 15 años. Vive con sus padres y sus dos
hermanos en Espoo, una ciudad de 360.000 habitantes a las afueras de Helsinki.
He volado 4.000
kilómetros para conocerlo. ¿Por qué? Por dos razones:
porque soy periodista y porque tengo un hijo de la misma edad. Como periodista,
quiero saber por qué Saili, un adolescente normalito de Finlandia terminará la Secundaria con
excelentes notas, hablando inglés a la perfección y leyendo un libro por
semana. Lo típico para un finlandés. Como padre, quiero saber si es inevitable
que mi hijo, Manuel, un adolescente normalito, acabe sus estudios obligatorios
aprobando por los pelos, chapurreando cuatro palabras en inglés y sin el menor
interés por la lectura. Lo típico para un español. ¿Hubiera sido diferente si
hubiera nacido en Finlandia? ¿Qué comparaciones entre la educación finlandesa y
la española puedo hacer como periodista? ¿Qué lecciones puedo aprender como
padre?
Repaso en el avión los resultados calentitos del último informe Pisa, un examen
trianual que mide las capacidades de los alumnos de 15 años de 57 países en
ciencias, matemáticas y lectura. Participaron 375.000 estudiantes. En España,
casi 20.000 alumnos de Secundaria de 686 coles e institutos. Veamos las notas.
Ciencias: Finlandia, 1ª, 563 puntos. España, 31ª, 488 puntos. Si el aprobado lo
marca la media de los países de la
OCDE (491 puntos), ya tenemos el primer suspenso.
Matemáticas: Finlandia, 2ª, 548 puntos, a sólo uno de China Taipei. España,
31ª, 480, a
cuatro de la media de los países desarrollados. Segundo insuficiente. Lectura:
Finlandia, 2ª (547), por detrás de Corea del Sur. España, 35ª (461),
protagoniza además el peor descenso en comprensión lectora de los países de la OCDE (485) desde el último
informe. Nuestros hijos no entienden lo que leen. A la cuarta línea de
cualquier texto se pierden. Muy deficiente.
Tres cates en las tres asignaturas básicas. ¿Qué hacemos? ¿Castigamos de cara a la pared
a los alumnos, a los padres, a los profesores, a las autoridades, a todos?
Alemania cosechó unas calabazas semejantes hace tres años y la conmoción fue
tan mayúscula que los políticos se pusieron las pilas y este año sus
estudiantes han aprobado con nota. Aquí, el Gobierno culpa a Franco (la
precaria educación de los padres dificulta la de los hijos). Además, la fiesta
va por barrios, léase por comunidades autónomas. Los riojanos pueden sacar pecho:
están en el grupito de cabeza. Los andaluces deberían ir pensando en las
recuperaciones: en mates les gana hasta Azerbaiyán.
Taxi hasta Espoo. Son las siete de la mañana y todavía no ha amanecido. Ni lo hará. No
veré el sol durante mi estancia en Finlandia. Cielos cubiertos y noche cerrada
a las tres de la tarde. En esta época del año es un país en penumbra y con sus
5,3 millones de habitantes obsesionados en encender cirios, velas y lamparitas.
Limosnas de luz. Llego a casa de los Sipilä a tiempo para ser invitado al
desayuno familiar. No es lo habitual, porque cada uno suele tomar un bocado por
su cuenta, pero ayer (6 de diciembre) fue el Día de la Independencia y la
ocasión lo merece. Me sorprende que Saili no tenga puente, pues el festivo cae
en jueves. Mi hijo enlazó cuatro días de vacaciones gracias al viaducto de la Constitución. En
Finlandia, si una escuela hace puente (los centros tienen autonomía para tomar
estas decisiones), antes obliga a sus alumnos a salir algo más tarde cada día
hasta completar las clases que se hubieran perdido.
Me descalzo, dejo los zapatos en el recibidor y converso con los Sipilä en calcetines
mientras damos cuenta del café, los panecillos, el zumo de bayas y el queso
lapón con mermelada. Seppo, el padre, es teólogo y se gana la vida traduciendo la Biblia. Domina una
docena de idiomas, entre ellos arameo, copto y árabe clásico. Leena, la madre,
es enfermera y trabaja en un hospital. Mikael, el hermano mayor, tiene 18 años
y quiere estudiar Arte Dramático en la universidad, pero reconoce que las
posibilidades de pasar el corte a la primera son escasas. Joel, el menor, de 12
años, es discapacitado psíquico y acude a un colegio de educación especial. La
vivienda familiar es un dúplex de clase media en el centro urbano de Espoo. Lo
de 'urbano' hay que matizarlo. Un bosque de abetos limita con la casa. «Nos
mudamos aquí hace año y medio. El aire es muy puro». Espoo es la segunda ciudad
de Finlandia en habitantes y la de mayor porcentaje de población universitaria
en un país donde el 34 por ciento de los adultos tiene estudios superiores. «No
hay apenas delincuencia. Nuestros hijos pueden pasear de noche con
tranquilidad», explica el padre. Y Saili apostilla en un inglés prístino:
«Finlandia es segura. Ni sunamis, ni terremotos? Me gusta vivir aquí». Yo les
explico que me crié en la calle. Y eso es algo que se ha perdido en España, por
los menos en las grandes ciudades. Que los niños puedan jugar al aire libre sin
vigilancia.
Las ocho menos cuarto. Hora de ponerse los zapatos y salir camino de las
respectivas ocupaciones. Saili coge el bus urbano (no hay autobuses escolares).
El billete lo subvenciona el municipio. Por ley, ningún alumno puede vivir a
más de cinco kilómetros de la escuela. Podría ir caminando, un paseo de veinte
minutos, pero llovizna aguanieve y no le apetece. Saili tiene moto y bicicleta,
como la mayoría de sus compis, pero sólo unos pocos desafían al frío en esta
época. En el exterior, las instalaciones de la escuela Saarnilaakson dan una
impresión espartana, excepto por el césped de los campos de deporte que la
circundan. En la entrada no se ve a decenas de estudiantes apurando el primer
pitillo de la mañana, como en los institutos españoles. Ni una colilla, ni una
hoja, ni una pintada. «Aquí no se ensucia ni la nieve», me dice el fotógrafo.
En el interior, la limpieza resalta aún más. No hay garabatos en los pupitres ni en los
aseos. Todo parece recién estrenado. Saarnilaakson es una escuela pública, como
el 97 por ciento de los centros finlandeses, a diferencia de España, donde el
35 por ciento son privados. Por supuesto, es gratuita. Pero el equipamiento es
el de un colegio caro en nuestro país. Las aulas disponen de un televisor con
pantalla gigante de plasma, acuario de 200 litros con pececitos
de colores, cocina con fregadero, medios audiovisuales, aire acondicionado,
muchas plantas. Hay un ordenador por cada dos alumnos. Una docena de máquinas
de coser en la clase de costura, aparatos de soldar, herramientas de
carpintería, esquíes? Un gimnasio cubierto, un auditorio para las clases de
teatro y un comedor con autoservicio. Todo en perfecto estado de revista. Los
libros de texto son gratis (¡cómo duelen los 200 euros que tengo que
desembolsar cada septiembre!), el material escolar es gratis, la comida es gratis.
No parece demasiado apetitosa y los estudiantes reniegan, pero la comen. Al
Ayuntamiento le cuesta 65 céntimos cada menú: un plato caliente, leche y fruta.
Tanta generosidad me pone los dientes largos. Y cuando Kari Kajalainen, profesor de matemáticas, me explica que si un niño quiere estudiar, puede llegar a ser médico o juez o ingeniero, lo que se proponga, si se esfuerza, aunque su familia sea pobre, pongo cara de incredulidad. «La educación de cada finlandés le cuesta 200.000 euros al Estado, desde que entra en la guardería hasta que sale de la universidad con su título. Es el dinero mejor empleado de nuestros impuestos. La presidenta del país, Tarja Halonen, se licenció en Derecho y proviene de una humilde familia de clase obrera. «Cuando regaño a mis alumnos, les digo que están malgastando el dinero de los contribuyentes». Y otra profesora, Päivi Ketola, me cuenta que los universitarios sólo han de pagar los libros y la comida ( 2.50 euros en la cafetería de la facultad). El Estado los ayuda a emanciparse con subvenciones para alquilar una vivienda y una paga. Todo el sistema está montado para que los finlandeses se acostumbren a ser autónomos desde bien pequeñitos y se vayan a vivir por su cuenta a los 18 años.
Tanta generosidad me pone los dientes largos. Y cuando Kari Kajalainen, profesor de matemáticas, me explica que si un niño quiere estudiar, puede llegar a ser médico o juez o ingeniero, lo que se proponga, si se esfuerza, aunque su familia sea pobre, pongo cara de incredulidad. «La educación de cada finlandés le cuesta 200.000 euros al Estado, desde que entra en la guardería hasta que sale de la universidad con su título. Es el dinero mejor empleado de nuestros impuestos. La presidenta del país, Tarja Halonen, se licenció en Derecho y proviene de una humilde familia de clase obrera. «Cuando regaño a mis alumnos, les digo que están malgastando el dinero de los contribuyentes». Y otra profesora, Päivi Ketola, me cuenta que los universitarios sólo han de pagar los libros y la comida ( 2.50 euros en la cafetería de la facultad). El Estado los ayuda a emanciparse con subvenciones para alquilar una vivienda y una paga. Todo el sistema está montado para que los finlandeses se acostumbren a ser autónomos desde bien pequeñitos y se vayan a vivir por su cuenta a los 18 años.
Pero volvamos con Saili, que ha sonado el timbre (las notas de una balada al
piano de Erik Satie) y entra en clase. Cursa 9º grado, el equivalente de 4º de la ESO en España. En la escuela
de Saarnilaakson hay 400 alumnos y 40 profesores, médico, asistente social,
psicólogo y hasta dentista. Y la ratio es de menos de veinte estudiantes por
aula (en Finlandia, por ley, no puede haber más de 24). En la clase de mi hijo
hay 34. Los compañeros de Saili son formalitos, por lo menos a primera vista. Y
es que en el ideario del colegio, además de en la civilización europea y el
multiculturalismo (hay clases de historia del islam o del catolicismo, aunque
la población es mayoritariamente luterana), se hace un hincapié obsesivo en los
buenos modales. Me asombra el respeto reverencial que le tienen a los
profesores. «Sí, nos sentimos respetados y valorados por la sociedad. Ser
maestro es una profesión de prestigio a la que solo aspiran los mejores. Y no
basta con ser muy bueno en tu materia. Debes destacar también a la hora de
saber transmitir tus conocimientos. Pero el respeto de los alumnos te lo ganas
día a día. En 20 segundos lo puedes perder», explica Mati Karkkainen, docente
de ciencias, en la sala de profesores, muy acogedora: un piano, una bandeja con
bombones, cafeteras humeantes. Los maestros tienen un buen sueldo en
comparación con los españoles, aunque algunos se quejan. Rocío no, desde luego.
Esta madrileña imparte clases de español. «Cobro 1.800 euros por 15 horas
semanales. El sistema no incentiva que trabajes más. Prefieren repartir el trabajo
para que no haya paro. ¿Cómo? Aumentando mucho los impuestos a los que ganan
más. A mí sólo me retienen el 10 por ciento. Pero a un médico que gane 5.000
euros le retienen la mitad. Además, tienes derecho a paro toda la vida. Tendría
que pensármelo mucho para volver a España».
Ojo, a los niños finlandeses no les gusta el cole. Saili, que saca sobresalientes
sin despeinarse, lo considera «demasiado fácil». Sus compañeros, menos
brillantes, reconocen que hay que trabajar demasiado. Y Päivi Junkkari, profesora
de inglés, recuerda su adolescencia como una etapa ingrata, de mucho
sacrificio. «Los alumnos no vienen al colegio a pasárselo bomba. Es un trabajo.
Pero saben que todos tienen las mismas oportunidades. Da igual a la escuela que
vayan, en el centro de Helsinki o en un pueblo del Ártico. Todas tienen el
mismo nivel». Kari Kajainen asiente. «Nos centramos en que la mayoría de los
alumnos sean muy competentes. Que el nivel medio sea alto. No es una educación
elitista. Preferimos que todos saquen aprobados y notables; que haya alumnos de
matrícula no es una prioridad. Y, sobre todo, cuando vemos que alguno tiene
problemas, le asignamos enseguida un profesor de apoyo. Tiene clases extra.
Estamos muy pendientes y no dejamos que se retrase.»
Los deberes son sagrados. Y está muy mal visto que alguien copie, incluso por los mismos
alumnos. Que alguien saque una chuleta es impensable. «En nuestra cultura son
muy importantes dos valores: la honradez y el trabajo», comenta Päivi Junkkari.
No es casualidad que Finlandia también encabece las estadísticas de
transparencia y menos corrupción pública. Kari Kajainen apunta otra
peculiaridad nórdica. No hay repetidores. Le digo que en España el 43 por
ciento de los alumnos de Secundaria ha repetido curso alguna vez. Y que mi
hijo, que siempre se salva al final, tiene incontables oportunidades para
aprobar cada asignatura y, aun así, suelen quedarle un par para septiembre.
Kajainen pone cara de asombro. «Aquí sólo tienes una oportunidad para aprobar
un examen por la misma razón que la vida sólo se vive una vez. Y hay que
aprovecharla. Si no apruebas, te quedas una hora más en clase hasta que
demuestres que te lo sabes y si no, estudias en verano, pero la promoción es
automática».
¿Dónde aprietan más las tuercas? «Sin duda, en la enseñanza de la lengua materna. Somos los
primeros del mundo en ciencias y los segundos en matemáticas, pero el mayor
reto de enseñar matemáticas es conseguir que los alumnos comprendan lo que
leen, el enunciado de los problemas. Por eso lo fundamental es que lean. Y
también es muy importante la enseñanza de lenguas extranjeras. El finés es una
lengua minoritaria. Los alumnos también estudian sueco e inglés
obligatoriamente. Y alemán, francés o italiano como optativas. Pero tienen una
gran ventaja. Las películas y series de televisión extranjeras no están
dobladas. Todas se pasan con subtítulos. Los niños se acostumbran desde
pequeños a escuchar otros idiomas y, además, adquieren destreza lectora. Hay
que leer rápido los subtítulos para no perder el hilo del programa», apunta
Tuija Yrjö-Koskinen, profesora de inglés. Envidio la fluidez con la que todos
hablan el idioma de Shakespeare en la clase de Sailu. E incluso chapurrean
algunas palabras de español porque Los Serrano es la serie de moda.
La jornada de Saili es intensiva, de 8 de la mañana a 3 de la tarde. Pero las
clases son muy breves: 45 minutos mal contados. Hay un recreo obligatorio al
aire libre (los adolescentes se apretujan en la entrada porque en el patio hace
frío) y una pausa de media hora para comer. Todo el horario está salpicado de
breves descansos que hacen llevadero el día. Terminan frescos. No se los abruma
con una montaña de materias. Las carteras son livianas. Se estimula el
razonamiento crítico antes que la memorización. Hay clases distendidas, como
baile de salón, teatro, arte digital, peluquería, artes marciales, hockey sobre
hielo, esquí de travesía, ¡cocina! (Saili y su hermano Mikael aprendieron a
cocinar en el colegio y preparan la cena en casa cuando les toca). También primeros
auxilios, carpintería, soldadura o música. Los alumnos tocan el violín, la
guitarra eléctrica u otros instrumentos, según sus preferencias. Y, sobre todo,
se estimula el pensamiento crítico. Se invita a discutir. El sistema español
margina el debate y la expresión oral. El alumno toma apuntes pasivamente,
bosteza.
Saili vuelve a casa, juega un rato al hockey y hace los deberes. «Tardo de una a dos horas. Luego cuido de mi hermano Joel o cocino si no hay nadie más en casa. A las siete hemos cenado. Me conecto un rato al Messenger si mi padre no está trabajando en el ordenador. O juego a videojuegos de rol y de estrategia. Luego, me acuesto y me quedo leyendo hasta las once. Mis libros preferidos son las novelas de Julio Verne y todos los de Harry Potter. El último lo voy a leer en inglés».
Finlandia presume del mayor índice de lectura de libros y prensa de Europa. Tres veces por semana la familia toma la sauna en casa. «Lo hacemos juntos. Es el lugar donde se comentan las preocupaciones y los proyectos, donde se planean las vacaciones. Siempre buscando el sol. Hemos ido a Madeira, París y Túnez», explica Leena, su madre. Saili todavía no tiene claro qué quiere ser de mayor. «Químico, veterinario o diseñador de videojuegos.» Le pregunto si es feliz. Y me responde sin pestañear que sí.
Saili vuelve a casa, juega un rato al hockey y hace los deberes. «Tardo de una a dos horas. Luego cuido de mi hermano Joel o cocino si no hay nadie más en casa. A las siete hemos cenado. Me conecto un rato al Messenger si mi padre no está trabajando en el ordenador. O juego a videojuegos de rol y de estrategia. Luego, me acuesto y me quedo leyendo hasta las once. Mis libros preferidos son las novelas de Julio Verne y todos los de Harry Potter. El último lo voy a leer en inglés».
Finlandia presume del mayor índice de lectura de libros y prensa de Europa. Tres veces por semana la familia toma la sauna en casa. «Lo hacemos juntos. Es el lugar donde se comentan las preocupaciones y los proyectos, donde se planean las vacaciones. Siempre buscando el sol. Hemos ido a Madeira, París y Túnez», explica Leena, su madre. Saili todavía no tiene claro qué quiere ser de mayor. «Químico, veterinario o diseñador de videojuegos.» Le pregunto si es feliz. Y me responde sin pestañear que sí.
Carlos Manuel Sánchez
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